A mediados del siglo XIX comenzaron a aparecer una serie de calaveras talladas en cristal de roca que se fueron diseminando por diferentes colecciones privadas y públicas. Pese a que las piezas se vendieron como objetos precolombinos mesoamericanos, no existe ninguna fuente o documentación que confirme dicha procedencia. Además, las técnicas modernas de identificación y clasificación establecieron su factura con posterioridad al siglo XIX. Este fraude arqueológico y artístico tuvo por víctimas a instituciones tan prominentes como el British Museum o el Museo del Trocadero.

En qué curioso…, vamos a remontarnos al origen del fraude, señalando las figuras más relevantes que participaron en el mismo. Finalizaremos con una reflexión sobre la relación establecida entre el museo y estos objetos.
EUGÉNE BOBAN Y LOS ORÍGENES DE LAS CALAVERAS
Durante la segunda mitad del siglo XIX floreció un gusto por el coleccionismo de objetos arqueológicos y etnográficos de culturas antiguas, incluyendo las culturas precolombinas mesoamericanas. Estados Unidos y Europa deseaba poseer ávidamente dichos objetos en un momento de la historia en la que la arqueología científica apenas tenía desarrollo en Mesoamérica. En México proliferaron tiendas de reliquias y antigüedades, muchas de las cuales vendían falsificaciones.
Los museos se vieron influenciados por esta fiebre, e intentaron obtener gran cantidad de objetos rápidamente, lo que favoreció el comercio de piezas fraudulentas. Esto conllevó que arqueólogos, historiadores e investigadores, se especializasen en la búsqueda del fraude, lo que a su vez provocó que la picaresca creciera y mejorara su hacer delictivo.
En este contexto, el anticuario francés Eugéne Boban, se asentó en Ciudad de México y estableció una tienda de antigüedades durante aproximadamente una década. El erudito realizó sus propias excavaciones, las cuales todavía no estaban oficialmente controladas y vendió excelentes piezas precolombinas, objetos coloniales y todo tipo de artefactos.

Tras unos años de intenso trabajo se estableció como anticuario en la corte de Maximiliano I. En esos mismos años, Francia promocionó campañas científicas similares a las anteriores de Napoleón en Egipto, en las que participó Boban activamente.
Tras la ejecución de Maximiliano I, el anticuario volvió a Francia donde fue tenido en gran consideración. Gran parte de su colección fue vendida a Alphonse Pinart, encontrándose incluida la clavera de cristal que actualmente custodia el Museo Quai Branly. Ya en aquel entonces, algunos estudiosos e investigadores miraban con escepticismo dichas piezas.

En 1885 retorna a México e intenta vender al Museo Nacional de México una calavera de cristal, según él, precolombina. El museo no la compra objetando dudas sobre su procedencia. Más adelante vende gran parte de la colección, siendo el objeto más caro una calavera de cristal que adquirió Tiffany´s y que actualmente se exhibe en el British Museum. Aunque el francés no vendió el objeto como precolombino afirmó que era mexicano y que jugó un papel importante en los pueblos antiguos de mesoamericanos, lo que generaba ambigüedad.
Aparte de las ya mencionadas, durante esta época circularon también una serie de pequeñas calaveras de aproximadamente tres centímetros de altura de cristal de roca. Probablemente estas pequeñas piezas provengan de época colonial, pudiendo ser parte de objetos devocionales como rosarios. Dos de estas pequeñas calaveras fueron también despachadas por Boban, y algunas de ellas fueron vendidas como objetos precolombinos mesoamericanos.
LA PERVIVENCIA DE LOS CASOS EN EL SIGLO XX
A lo largo del siglo XX surgieron otra serie de calaveras, entre las que destaca por su rocambolesca historia la denominada “Calavera del Destino”. En 1943, F.A. Mitchell-Hedges sacó a la luz esta pieza, que según él, procedía de la cultura Maya y su función era mágica y ritual. La comunidad científica recibió la noticia con un frío escepticismo. Según el aventurero, la calavera fue hallada por su hija adoptiva, Anna Le Guillon, durante una excavación en busca de vestigios Mayas. Anna encontró la pieza de cristal de roca bajo un altar y tres meses después en el mismo lugar encontró la mandíbula articulada, completando la pieza. Entre las fotos de la expedición no existía ninguna del momento del descubrimiento, así como documentación alguna que registrara el hallazgo. En aquel momento no existían métodos científicos que ayudaran en la datación de la pieza y tras un par de pruebas realizadas sobre la misma no se llegaron a sacar conclusiones definitivas. Anna no permitió que la calavera fuese nuevamente estudiada y se dedicó a realizar giras exhibiendo la misma.
En realidad, la primera referencia documentada de esta pieza deriva de la revista de antropología “Man”, la cual menciona que la propiedad de la misma es de Sidney Burney. Parece ser que Mitchell-Hedges la adquirió el 15 de Octubre de 1943 en una subasta de Sotheby´s.

A este caso deben de sumarse otros en los que las calaveras terminaron en colecciones privadas o museos, siendo el último de ellos, el caso de la calavera del Smithsonian. En 1992, un coleccionista anónimo donó al instituto americano la calavera de cristal más grande conocida hasta ahora. Según el donante, la pieza perteneció a la colección personal del presidente mexicano Porfirio Díaz. El Instituto, en colaboración con el British Museum, y con la doctora Jane Walsh a la cabeza, realizó una investigación pormenorizada de la misma. Tras estudiarla determinaron que el tallado se había realizado mediante herramientas modernas de labra de piedras preciosas. ¿Será éste realmente el último caso, o surgirán nuevas piezas fraudulentas?
CUANDO EL FRAUDE SE CONVIERTE EN ARTE
Lo cierto es que, pese a que actualmente está claramente identificado la datación de la piezas, la cual se establece desde mediados del siglo XIX hasta la segunda mitad del siglo XX, algunas de ellas se siguen exponiendo en los museos señalando su origen moderno.
Llegados a este punto cabe la pena reflexionar sobre el límite entre objeto común y objeto artístico. En el caso que nos ocupa, no podemos hablar de falsificación, ya que no existe una pieza origen a ser imitada. A día de hoy, no contamos con ningún indicio que nos lleve a pensar que las culturas precolombinas mesoamericanas tallaran este tipo de objetos en cristal de roca, por lo que las calaveras si bien fraudulentas son claramente originales.
Ahora bien, descubierto el fraude, ¿la pieza debe permanecer expuesta en el museo? Indudablemente los objetos se realizaron con una clara intencionalidad artística. Los autores pretendían crear un objeto de valor artístico y etnográfico que simulara un origen mesoamericano, del cual no existen originales, por lo que es la propia mente creadora del autor la que genera la pieza. Aunque bien es cierto, que la descontextualización de la pieza sufrida por el fraude afecta directa o indirectamente a su valor tanto artístico como económico. No se puede valorar en los mismos términos estas piezas sin tener en cuenta su contexto y origen.

El halo místico que ha rodeado a estos objetos ha provocado además que se les otorguen todo tipo de propiedades mágicas y paranormales. Premoniciones, curaciones, son solo algunas de las habilidades atribuidas a las calaveras de cristal. Toda esta superchería deja un inevitable poso de suspicacia que hace que la pieza sobrevenga del objeto común. Si a esto añadimos la influencia del cine, con el estreno de la película “Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal” en 2009, ya tenemos el terreno de cultivo preparado para recoger la cosecha del espectador impresionable que está ávido de maravillas arqueológicas sobrenaturales. Todo ello no resta a las piezas la plasticidad y fuerza que transmiten, cuya observación atrae y fascina por igual.