La crisis de la pintura mural al fresco durante el gótico, no fue extensiva a la península itálica. A lo largo del trecento, varios centros artísticos italianos se yerguen como referentes del buen hacer de esta técnica. A su vez, aparece el primer tratado de pintura que ayuda a difundir el “buon fresco” por todo Europa.
Tras la Edad Moderna, su empleo declinará, existiendo, sin embargo, momentos puntuales que brillaron con luz propia. Mediante este artículo de qué curioso… finalizamos un análisis que nos ha trasladado desde la Antigüedad hasta nuestros días.
EL TRECENTO COMO PUNTO DE INFLEXIÓN
La pintura italiana del siglo XIV refleja claramente la transición entre la tradición bizantina y la renovación cultural y artística que eclosionará en el siguiente siglo. Asís, Siena y Florencia se convierten en importantes centros artísticos, haciendo evolucionar la técnica del fresco. Ciertas innovaciones permitieron generar pinturas más naturalistas, de acuerdo a la tendencia que se iba imponiendo. Sin duda, Giotto fue el artista del trecento más reputado, cuyo influjo se alargó durante siglos.

La base del progreso del fresco del trecento se encuentra en la materia prima. La calidad del mortero mejora notablemente, utilizándose arenas y arcillas muy limpias. La cal se apagaba durante un tiempo prolongado y se prestaba especial cuidado a la dosificación de la mezcla. Además, la recuperación de la sinopia liberó a los artistas de la esclavitud del andamio, lo que permitió una mayor intervención en el taller y la mejora de sus condiciones laborales.
Estos avances son coincidentes con la aparición del primer tratado técnico de pintura en lengua vulgar, “El libro del arte”, redactado por el pintor italiano Cennino Cennini. En el capítulo LXVII de dicha obra, Cennini establece cómo ejecutar adecuadamente la técnica del fresco, proponiendo una mezcla de dos partes de arena y una de cal. Así mismo, aconseja dejar reposar la argamasa húmeda durante días para un correcto apagado y mojar el muro antes de la imprimación de las distintas capas. Era fundamental, a su vez, que el enfoscado estuviera bien seco y su acabado suficientemente rugoso como para permitir un adecuado agarre del enlucido.

Con el enfoscado totalmente ejecutado, Cennini propone realizar el esbozo del dibujo mediante carboncillo, y repasarlo después con ocre sin temple. A continuación, dispone aplicar la sinopia, pudiendo acentuar y colorear ligeramente. El dibujo se dividía en puntatas y se copiaba generalmente por el método de cuadrículas. El artista, de esta manera, se hacía una idea muy fidedigna del acabado final que tendría la obra. Tras ello, Cennini recomienda humedecer el enfoscado y enlucir con una capa muy fina de entre 5 y 8 milímetros. La superficie terminada lisa debe ser, a su vez, humectada y fratasada. Por último, recomienda calcar el dibujo mediante punzón y esbozar con un verdaccio, pigmento que resulta de mezclar ocre, negro de cal y sinopia.
Es también en este siglo cuando se comienza a realizar el calco del esbozo mediante el “spolvero”. El proceso de esta técnica consiste en practicar pequeños agujeros sobre las líneas del dibujo, para a continuación espolvorear con muñequilla de carbón. Los agujeritos dejan pasar el carboncillo, que queda como guía en el enlucido.

Para el pintado, Cennini recomienda comenzar por los rostros y continuar con los ropajes, utilizando los colores en tres gradaciones diferentes que se conseguían mezclando con blanco. Finalmente, se hacían los resaltes con negro, sinopia o blanco. De esta forma, se lograba distinguir entre luces, tonos medios y sombras. Los tonos más oscuros podían aplicarse en seco, con la pintura ya acabada, evitando que el color se aclarara por el efecto blanqueante de la cal. A tal fin, se empleó principalmente pintura al temple.
Cennini es muy descriptivo en su tratado, aportando en capítulos posteriores instrucciones para la consecución de ciertos colores. Estas recomendaciones eran muy útiles, ya que no todos los pigmentos eran compatibles con esta técnica, y los pintores buscaron alternativas para obtener un acabado similar. Este es el caso del azul ultramar, que se superponía mediante la técnica de la témpera sobre una base roja aplicada al fresco. Hoy en día, podemos apreciar obras en las que la capa de témpera se ha desprendido y deja a la vista la base.

LA EVOLUCIÓN DE LA TÉCNICA EN LA EDAD MODERNA
El éxito del fresco tuvo continuidad en el quattrocento. Las composiciones se volvieron mucho más complejas y exigieron un mayor estudio del bocetado, generando cartones muy elaborados y detallados. La cuadrícula que servía de referencia al delineado se realizaba sobre el dibujo y se trasladaba al muro mediante punzón y la sinopia se adaptó a la metodología de cada artista. Fue muy común además, la adición de polvo de mármol y ladrillo a la mezcla de arena, cal y agua del enfoscado, adición que ya recomendaba Plinio en su tratado “Historia Natural”.

La principal innovación reside en la introducción del calcado por incisión. El método consistía en calcar el dibujo del cartón sobre el enlucido fresco mediante pinceles de asta con punta no muy aguda. Esta metodología presentaba la ventaja de permanecer siempre visible, aún aplicando la pintura sobre el surco bien definido.

A partir del siglo XVII surge otro cambio fundamental relativo a la distribución profesional de los trabajos. El pintor no va a ser el encargado de revocar los muros, ni de instalar el andamio. Tales tareas quedaron a merced del albañil, aunque siempre bajo la supervisión del pintor, tal como lo señala Palomino en su tratado.
La pintura mural al fresco comienza a entrar en declive paralelamente al desarrollo de la pintura al óleo. La transparencia y la profundidad tonal ofrecida por el óleo, es imposible de igualar en el fresco, ya que la cal confiere a los tonos oscuros un aspecto opaco. Los gustos habían cambiado, y la técnica al fresco no se adecuaba a los mismos. Sin embargo, la monumentalidad intrínseca del fresco no tenían parangón. Como solución, fue habitual, que se empleara una técnica mixta de pintura al fresco con acabado en seco al óleo.

Pese a la irrupción del óleo, la técnica se siguió realizando de manera tradicional, mediante enfoscados y enlucidos de diferentes proporciones con o sin aditivos. Fue habitual la adición de pelo de caballo o hebras de cáñamo para mejorar la cohesión. Las diferentes dosificaciones y procesos ejecutivos fueron recogidos en tratados, cuyas recomendaciones, generalmente, eran resultado de la propia experiencia profesional de los tratadistas. Giovanni Battista Armerini, Dionisio de Fourna, Francisco Pacheco, Antonio Palomino y otros, plasmaron y registraron los saberes de esta técnica permitiendo su difusión y posterior estudio.

EL DEVENIR DEL FRESCO TRAS LA EDAD MODERNA
Tras la Edad Moderna, la pintura mural al fresco se alejó del esplendor de tiempos pasados. La evolución técnica, el desarrollo de la industria química y la aparición de nuevos materiales, ofrecieron nuevas posibilidades que no fueron suficientemente investigadas. No obstante, existen algunos momentos en los que la técnica volvió a lucir toda su belleza y monumentalidad.
A mediados del siglo XIX, los Marwaris, próspera comunidad de comerciante de Rajasthan, embellecieron sus havelis (palacios) con bellas pinturas murales. Más de 2.000 edificios de la región se encuentran recubiertos al exterior y al interior de frescos que representan escenas religiosas e históricas. La técnica empleada será la tradicional india influida por la llegada de los británicos.

Posteriormente, tras la Primera Guerra Mundial, surgieron en México una serie de artistas que desarrollaron una pintura mural al fresco de carácter social, ejecutada dentro de las pautas de la modernidad. Los muralistas mexicanos recuperaron el esplendor pasado, generando composiciones monumentales de innegable belleza. Estos artistas se beneficiaron de los avances técnicos, empleando nuevos pigmentos que, según los estudios químicos, eran aptos para esta técnica. Como ejemplo citaremos el azul y el verde de cobalto, pigmentos utilizados desde el siglo XIX y de una gran solidez y estabilidad para el fresco.

La formación como fresquista en este momento no era fácil. Los talleres muralistas habían desaparecido hace tiempo, por lo que estos artistas se ayudaron de manuales como la “Iniciación a la pintura” de Paul Badoüin, “El libro del arte” de Cennino Cennini, así como de tradiciones y saberes autóctonos. Diego Rivera probó la adición de baba de nopal a la solución de cal destinada a pintar. No quedando satisfecho con el resultado, retornó al empleo tradicional de la técnica del “buon fresco”. Además, sustituyó la arena de los morteros por polvo y grano de mármol de diferentes granulometrías. Para el repellado empleó cemento blanco y para las capas finales cal.

Actualmente, el empleo de cementos especiales y herramientas modernas como la pistola o la brocha automática, pueden flexibilizar una técnica históricamente muy laboriosa e incluso innovarla. Quizás en el futuro la técnica resurja en una nueva revolución artística.